viernes, marzo 04, 2016

En Marsella

hace calor.
Mucho calor. En Marsella la gente grita para hablar y hablan en un francés extraño, cortado y punzante. Ahora entiendo porqué siempre dicen que Marsella no pertenece a Francia. De todas las ciudades que he conocido de este país, es cierto que esta es la ciudad que menos me simpatiza.
El mar es transparente, de un turquesa de fantasía. Los atardeceres se reflejan en las montañas rocosas y las bañan en un rojo enfurecido, hasta el anochecer. El cielo es limpio de noche, la luna es clara, las estrellas siempre brillan. Pero las playas, las playas son sucias. Porque la gente es sucia, y acá no hay turismo. Acá viven los marselleses nomás. Es una pena.

Las salamandras adornan las paredes de mi casa y las gaviotas se confunden con el llanto de Camilo. A Camilo no le importa Marsella, o la gente, o los gritos de la vecina a la hora de la siesta.

A Camilo le importan sus hermanos, bañarse en el mar, las caminatas en la montaña, sus mamaderas, y que su mamá y su papá lo quieran siempre.

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